SUBTERRÁNEO
Diciembre de 2021
Por: Fátima Téllez
Contar los escalones es en vano, solo sé que me duelen los pies con cada paso. En este espacio enorme, el eco tiene su propia voz y la luz no alcanza a cubrir las habitaciones más profundas de la casa. El tiempo es un reloj descompuesto en medio de la sala.
El frío había apagado las flores del jardín. Todo parecía una fotografía en blanco y negro, como las que la abuela guardaba en el álbum que acostumbraba a mostrarnos durante la cena de navidad. El cúmulo de nubes se pintaba del color de las mismas fotografías. Todo afuera era una maraña de cosas tristes, opacas. Adentro las cosas no eran mejores.
Yo había cumplido 10 años y ese día, mientras cenábamos pastel de cumpleaños, papá dio un aviso. Nos mudaremos a una casa más grande, —dijo suscitando el silencio entre mis hermanas y yo. Sabíamos que lo habían ascendido en el trabajo, que tardaba en llegar a la casa más que antes, que mamá se molestaba por eso y que una mudanza tarde o temprano pasaría. Pero esperábamos que fuera más tarde que temprano. Laura, mi hermana mayor, se levantó de la mesa afirmando no dejaría a sus amigos de la preparatoria para cambiarse a quién sabe dónde. Carmen opinó que, si era necesario para mantener el trabajo de papá, ella estaba de acuerdo. Yo preferí quedarme callada, después de todo, ¿qué importancia tendría lo que dijera una niña de diez años?
Una semana después estábamos desempacando y acomodando todo en nuestro nuevo hogar, si así puede llamarse este sitio. No hay confianza de llamar casa a un lugar donde adentro hace más frío que afuera. Lejos de la ciudad, no conocíamos a nadie y tampoco es que hubiera mucha gente alrededor de nosotros. Un caracol avanzaba más rápido que las tardes y las horas estancadas en las cuatro paredes de la sala. Era invierno por dentro y alguna otra estación cualquiera por afuera.
Laura y Carmen, por ser mayores que yo, se entendían mejor a pesar de ser tan diferentes. Pasaban sus ratos libres escuchando música en la habitación que compartían, hablaban de los muchachos que conocían cada día en la escuela; mamá se sentaba a tejernos bonitos gorros y bufandas en el sillón de la inmensa sala. Mi cuarto era el más apartado del pasillo que conectaba las habitaciones con el resto de la casa. Estaba en la segunda planta. Era pequeño pero era solo mío. Papá dijo que tendría un cuarto propio para no tener que soportar las cosas de adolescentes de mis hermanas. Ahí pasaba las tardes mirando desde la ventana el desolador paisaje. La casa era tan triste y misteriosa, casi tenebrosa, que no daban ganas ni de jugar. Lo único que hacía era preguntarme si al menos toda esa naturaleza desbordada y muerta del jardín se sentiría mejor que este espacio gigante, frío y sospechoso donde estaba parada.
Un día mientras acomodaba mis muñecas en su cajón, cayó uno de sus zapatos desde la repisa de arriba de la mesita. El piso de madera sonó hueco. Algo en mí se sobresaltó al igual que el tablón de madera donde estaba el zapato de mi muñeca. No sé si fue más extraño el sonido desvaneciéndose suavemente bajo de mis pies o esta sensación de que algo más estaba oculto en la casa.
¿Qué se ha caído? —gritó mamá desde la cocina.
Nada mamá, sólo jugaba. —respondí sin convencimiento.
El resto del día decidí no mencionar nada a papá ni a mamá: tal vez eran cosas mías, tal vez era mi imaginación.
Después de todo, la casa era gigante, supongo que cualquier sonido rebotaría cientos de veces antes de encontrar su fondo.
Mis días pasaban sin contarse en horas, ni en minutos, todo era un aburrimiento tremendo. El tictac hipnotizador resonaba en mi cabeza mientras trataba de pensar en ese sonido raro bajo mis pies desde que se cayó el zapatito de mi muñeca.
Algo había abajo, no sabía qué, pero no tardaría en descubrirlo. Sigo bajando. Creo que llevo días haciendo esto. Abajo, más abajo.
Un olor putrefacto, rancio, se asoma mientras más abajo estoy. El frío y la humedad se vuelven uno solo y yo sigo en descenso. Empiezo a creer que…
Así fue. Una tarde, después de la merienda cuando todos iban a sus habitaciones para tomar una siesta, comencé a notar que en mi alcoba había algo diferente. La madera del suelo se había agrietado y comenzaba a levantarse poco a poco. Con algo de esfuerzo la aparté por completo y, entre la negrura, vislumbré un sendero recóndito.
Uno, dos, tres… los números se formaron con cada insecto raro que salía por la grieta. Tomé una lámpara y una pequeña lupa para asegurarme de que era el fin de la fila de insectos, pero no pude ver mucho.
Hormigas, gusanos, cucarachas y demás bichos salían lentamente por el arco que formaba la grieta contra el resto de la madera.
Bajar, bajar, ¿cuándo creí que era buena idea? Todo aquí está descompuesto. No tardaré en tocar fondo.
Todo este tiempo estuvieron aquí.
El oído es cada vez más agudo.
Todo se encuentra flotando en este espacio gigantesco.
El silencio es perturbador.
El tiempo es un péndulo sin movimiento al final del pasillo.
Cuando el inverno llegó, los bichos habían regresado abajo.
SOBRE LA AUTORA
Nacida en Uriangato, Guanajuato, Fátima Téllez es egresada de la Lic. Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. En 2017 obtuvo el Premio al Mérito Académico por el mejor promedio anual de la licenciatura. Participó como mentora en el Programa de Mentoría para el Tránsito Escolar "AVANZA", a través de EDUCAFIN, durante el ciclo escolar 2016 – 2017 con estudiantes de último año de secundaria.
En 2019 Entropía: revista de arte y literatura publicó su cuento titulado "Subterráneo", mismo que presentó en septiembre de ese año en el Segundo Encuentro de Jóvenes Escritores en la Universidad Autónoma Metropolitana.
Ha trabajado como asistente para la periodista y escritora argentina Verónica Toller, Premio Internacional Don Quijote de Periodismo y Directora del Observatorio de Vulnerabilidad en la Universidad Austral. Actualmente es profesora de Historia en el Instituto Mendel Uriangato.